sábado, 23 de marzo de 2013

La cosificación de la inteligencia

Creo que fue Galileo quien dijo algo así como "Si no puedes medir algo, hazlo medible". Muchas veces he pensado en qué implicaciones tiene una frase tan tremenda como ésta. Y creo que, en general, tenemos una tendencia a cuantificarlo todo, porque quizás de este modo las cosas se vuelven más manejables. Lo que podemos matematizar es en cierta manera algo seguro, controlado, y eso aparta posibles neurosis del camino. Lo cuantitativo es, en ese sentido, más amable que lo cualitativo, porque resulta más fácil de categorizar.

Hace unos días nos dijeron que mi hija mayor tiene un CI altísimo. Que era "superdotada" (qué palabra más horrenda) es algo que sabíamos desde hacía tiempo, pero con la realización de los tests en un centro especializado la sospecha se confirmó.

¿Qué quiere decir el "cociente intelectual"? ¿Cómo puede la inteligencia de una persona medirse con una simple cifra? Es que me pongo a pensar en el maravilloso libro de S.J. Gould "La falsa medida del hombre" (imprescindible a mi parecer para comprender cómo se ha cosificado la inteligencia a lo largo de los siglos, sesgando los resultados de diversas pruebas para demostrar que los hombres son más inteligentes que las mujeres, o los blancos que los negros, o...) y veo que, en realidad, aunque los tests ya no estén manipulados para favorecer a un determinado segmento de la población, sí se sigue reduciendo la inteligencia a un resultado meramente cuantitativo.

Y esto me produce unos sentimientos tremendamente ambivalentes.

¿No es el cerebro de una plasticidad impresionante? ¿No seguimos a años luz de comprender su funcionamiento? Entonces, ¿cómo se puede poner una etiqueta tan fácilmente en una persona, que no es hoy la misma que ayer, ni la misma que será mañana? ¿No es simplificar en demasía algo que en realidad es intangible?

Vamos a ver, yo misma fui una niña de altas capacidades. Y tuve una infancia dura. Y me niego rotundamente a permitir que mi hija pase por algo parecido. Que tenga que llevar una etiqueta pegada en la frente eternamente. Que se le dé más importancia a su inteligencia intelectual que a la emocional (¡mi gran asignatura pendiente, ojalá me hubieran enseñado a mí a manejar mis emociones, ahora no tendría tantísimas dificultades sociales!). Que se la aparte o se la llame "rara". Que se pongan en ella unas expectativas absurdas, sin tener en cuenta sus sentimientos o preferencias.


Por un lado, me alegro de haberle hecho el test, porque el tener altas capacidades indica cómo funciona su cerebro en relación con el aprendizaje y la catalogación mental, así como con la resolución de problemas. Pero por otro lado, sé que eso tampoco le otorga una ventaja especial en este mundo. Al revés, incluso. Creo que ser "listo" es más útil que ser "inteligente", máxime en el ámbito laboral y social. Además los niños con altas capacidades tienen muchas veces (en su caso es así) un desfase emocional. Y ahí es donde yo quiero entrar.

Deseo que esto nos sirva no para colocarle una etiqueta con un número, sino para tenderle mi mano y acompañarla en este camino que iremos descubriendo juntas. Porque la vida es un continuo aprendizaje, y espero que me permita aprender junto a ella.

jueves, 21 de marzo de 2013

Cuando el consuelo está en la piel

Cuando tenía unos quince años, fui voluntaria durante un tiempo en un hospital de Cottolengo. Para quien no los conozca, viven ahí mujeres pobres de todas las edades y con enfermedades terribles. Lo que más me impresionaba eran las niñas. Estaban en una habitación muy grande, aparcadas como muebles viejos y olvidados porque no había ni dinero ni personal para estimularlas de ningún modo. Recuerdo a Vera, una niña de cinco años con hidrocefalia severa, muda, sorda, paralítica. Recuerdo a Olimpia, una preciosa pequeña con un retraso mental muy severo que sólo quería ser abrazada. Recuerdo el día en que dejaron allí a Camila, el día en que la abandonaron, y cómo ella gritaba y gritaba llamando a su madre. Han pasado miles de años, y aún recuerdo muchísimas cosas, como las inevitables lágrimas al salir de ahí la primera vez, o el inevitable alivio al conocer que Vera había muerto (porque ésa no era vida para nadie). Recuerdo el estar preguntándome constantemente qué sentirían esas pequeñas, qué pensarían, si alguna vez se sentían felices, si alguna vez se sentían completas.

Y en medio de ese lugar tan desolador, descubrí una cosa maravillosa: existe un lenguaje universal más allá de la enfermedad, más allá de la inteligencia, más allá de todo. Porque cuando esas pequeñas lloraban, había una cosa que las calmaba. Porque allí vivían niñas como Pili, que era sorda, ciega, muda e inválida, que lloraban de repente, con un gemido bajito y tristísimo. ¿Y qué remedio existía para sacarlas un instante de su miseria? Un abrazo. Sólo eso. El tacto es un sentido maravilloso que atraviesa todas las barreras sensitivas. Porque aunque sea el único sentido que te quede, te entregarás a él al máximo. Esas niñas podían comunicarse a través de las caricias. El problema era que recibían las mínimas. Y en ese momento fugaz, parecían felices.


Existe aún una tremenda manía de separar a los recién nacidos de sus madres. De privarles, así, de ese primer contacto absolutamente tranquilizador, de comunicar con ellos toda la dulzura y toda la protección por medio de la piel, el órgano más grande del cuerpo humano y al que no le prestamos toda la atención que deberíamos.

Y cada vez que escucho de un niño al que han separado de la madre por no sé qué protocolos absurdos y obsoletos, o al que se han llevado al nido, recuerdo a Vera, a Olimpia, a Pili, a Camila y a todas las demás. Y no puedo evitar imaginarme esa sensación de soledad total, esa sensación de soledad brutal.

jueves, 14 de marzo de 2013

Con la mirada de un niño

Cuando un niño empieza a preguntarse por el porqué de las cosas, lo hace con una mirada nueva, pura, casi mágica. Descubre las cosas con auténtico interés y curiosidad. Ésa es también la mirada del filósofo. Cuando de mayores algo nos interesa realmente, si lo tratamos de ese modo, con esa curiosidad auténtica, pueril, pura y cristalina, ese algo nos atrapará irremediablemente.

Cuento esto porque he estado varios años metida en una especie de cascarón. Un cascarón cómodo y confortable, el del instinto mamífero, el de la crianza, el de la teta y los arrumacos, el de la entrega pura a mis hijas. Y he dejado escondido en el fondo de mi ser un aspecto de mí al que antes le daba mucha importancia. Lo he dejado agonizar, despacito, durante todos estos años. Y no deja de ser paradójico que, precisamente los años en los que he estado dedicada a mis niñas, sean aquéllos en los que no he sido capaz de mirar las cosas con curiosidad e interés.

Y resulta que con la formación que estoy haciendo de asesora de lactancia, poco a poco, ha vuelto a renacer ese gusanillo...

De lo que estoy hablando es del gusto por el estudio. He dejado aparcada todos estos años mi parte intelectual, hasta un punto que hoy se me antoja insufrible. ¿Cómo no me he podido dar cuenta? Mi parte instintiva me ha embriagado de tal modo que mi mente se ha ido de vacaciones, sin más. Y ahora clamo porque vuelva a casa.


También ha influido mi breve experiencia empresarial. Mi ex compañera no tenía ninguna inquietud intelectual. En realidad, no teníamos absolutamente nada en común. Y claro, contrasta con mi trabajo habitual (del cual estoy de excedencia), porque aunque ahí hay zotes como en todas partes, quien más quien menos ha estudiado una carrera y tiene su culturilla. Vamos, que hasta se pueden mantener conversaciones más allá de Gran Hermano y similares programas que ni he visto ni veré jamás.

Así que he decidido retomar el doctorado. O más bien él ha decidido retomarme a mí. El problema es que este paréntesis de años de crianza con una reforma educativa de por medio ha hecho que me caduque todo lo que tenía hasta la fecha. Al principio me sentó fatal, ¡todo para nada! Pero voy a respirar. Voy a disfrutar. No es el título lo que me interesa. Lo que quiero es volver a encontrarme, porque una parte de mí se perdió por el camino. Lo que quiero es recuperar la mirada asombrada de los niños, la mirada que tienen mis hijas cuando aprenden algo nuevo que les interesa. La mirada que se escondió tras mis párpados pero que desea volver a salir y disfrutar cada día como si fuera el primero. Como si fuera el único.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Los extremos se tocan... ¡veganos especistas!

En cualquier movimiento de defensa de los derechos de algún colectivo oprimido, inevitablemente, surgen distintas opiniones, o tendencias, o corrientes de pensamiento. Eso siempre ha sido así y es totalmente normal, y deseable hasta cierto punto, porque los diálogos enriquecen y permiten aprender. Pero hay veces en que, como suele pasar, algunos de estos argumentos te chirrían hasta el infinito y más allá. Y te hace preguntarte si no escondrán otras motivaciones.

Dentro del amplísimo colectivo de veganos, también puedes encontrar a gente con todo tipo de tendencias políticas, sexuales, ideológicas, ... Y está tomando cada vez más fuerza el denominado "veganismo antinatalidad", que muchas veces, por desgracia, sólo esconde una misantropía acuciante y pasmosa. Y es cierto que tener hijos hoy en día, en este mundo superpoblado, sólo añade más carga al planeta. Y es cierto que tener hijos aumenta tu huella de carbono. Y es cierto que tener hijos es un problema más en el contexto ecológico. Todo eso es cierto, lo sé.

Pero muchos de esos mismos veganos ven a un bebé cerdito y oooh, qué mono es. O se niegan a comprar cualquier producto con siquiera trazas de leche, porque pobre vaquitas, pero sí compran chocolate que proviene de manos esclavas (total, eso les da igual puesto que son manos humanas), mientras éste no contenga subproductos animales qué más da. Todas estas incoherencias me parecen, cuando menos, sospechosas.

La palabra "especista" hace referencia precisamente a quienes suponen a unas especies por encima de otras. Y cada vez hay más veganos especistas de la humanidad. Misántropos, para entendernos. ¿No es esto tremendamente contradictorio?

Así, con miles de argumentos, intentarán darse cancha de cómo ellos jamás tendrán hijos porque su conciencia ecológica así se lo impide... pero si escarbas más hondo, descubrirás que, en realidad, lo que les pasa es que sencillamente no les gustan los niños. Ni más ni menos. El complejo mesiánico que les da aires de grandeza esconde en realidad algo mucho, muchísimo más básico: su propio gusto personal. Que la población envejezca a pasos agigantados da exactamente igual. Es cierto que vivimos en un mundo globalizado, y que lo que yo hago aquí afecta a un campesino en Mongolia... pero los países, hasta donde yo sé, aún existen, y dentro de unos años habrá superávit de ancianos y nada de jóvenes para pagar las pensiones. Y si no, al tiempo.



Y he leído de todo: que si quieres tenemos hijos somos egoístas (sí, llevo cuatro años y medio sin tener un minuto para mí misma, pero soy egoísta), que si lo que tendríamos que hacer es adoptar porque es la única opción moralmente aceptable (la gente se debe de pensar que el que te den a un niño en adopción es como quien se va a comprar un kilo de peras), que si los auténticos veganos no procrean porque es incoherente con la ecología...

Estoy cansada. Cansada de que para lo que a unos les interese sí somos animales. Pero de repente, uy, ya no. Entonces hay que patear a nuestros instintos y dejarlos ahí, bien amordazados, que no molesten. Y si yo quiero ser madre me fastidio, que eso no es holístico, vegano ni mega-cool-eco-guay.

Pues lo siento mucho. Para mí mis hijas son mi mayor tesoro, la luz de mi vida. Si eso me resta chachi-puntos-vega-guay... ¡me da exactamente igual!

Porque soy una mamífera,
y deseo tener hijos
y darles leche de mis pechos
y dormir junto a ellos todas las noches
y protegerles
y amarles
y cuidarles

¿Por qué una oveja sí... y yo no?

Cada persona tenemos nuestra zona de "confort ecológico", y estos veganos súper ecológicos tampoco prescinden de su ordenador, su coche o lo que sea. El día en que alguien venga a darme lecciones, que sea un monje jainista que viva en la cima de una montaña, metido en una cueva, que se alimente sólo de bayas y esté inmóvil sin rascarse siquiera para no matar a los mosquitos. Hasta entonces... ¡no escucho más chorradas!

domingo, 3 de marzo de 2013

Un clavo no siempre saca a otro clavo

Sucede a veces que tenemos un hijo y las cosas no suceden como habíamos previsto. Y el parto no es lo que esperábamos. O la lactancia. O algunos aspectos de la crianza que, de repente, nos salen del revés. ¡Tantas expectativas que mueren, que se nos escurren por entre los dedos, sin poder hacer absolutamente nada para remediarlo! Y es que los humanos solemos construirnos siempre castillos de ilusiones a corto o largo plazo, anticipamos irremediablemente todas las experiencias de la vida, máxime las que significan algo tan especial.

Sucede a veces que entonces esperamos un segundo hijo. Y en ese momento la anticipación se transforma en otra cosa: se convierte en un ansia secreta, en un "ahora sí que voy a conseguir esto, ahora voy a remediar esto otro". De ese modo, ya no fantaseamos con situaciones idílicas e inocentes, sin más, como con el primero, sino con situaciones que combatan los errores del primer hijo, que vengan a "curarnos" de ese mal sabor de boca.

Y a veces sucede que ese segundo bebé, como es imposible preverlo todo, anticiparnos a todo, viene con sus propias dificultades y novedades, que ni siquiera habíamos imaginado, porque sólo estábamos deseando remediar los errores del primer retoño, sin pensar en el segundo como en un ser distinto y con su propia historia.

¿Qué nos pasa? ¿Qué queremos demostrarnos a nosotras mismas, o a los demás? ¿Quieres una lactancia estupenda porque es lo mejor para ese segundo bebé, o para demostrar que sí eres capaz? ¿Quieres parir sin epidural porque ésta tiene muchos efectos secundarios, o para que el marido vea la jabata que estás hecha? ¿Has pensado alguna vez en todo lo que subyace bajo estas "experiencias reparadoras"?

Todo esto me da vueltas porque, muchas veces, nos enfrentamos a este camino que es la maternidad sin haber curado nuestras propias heridas. Sin haberlas inspeccionado siquiera. Arrastramos una mochila de emociones de nuestra propia infancia, de la relación con nuestros padres, de carencias afectivas de toda índole, y en ese contexto tan frágil nos convertimos en madres. Y cuando las cosas no suceden como esperábamos, porque esto será así, porque nunca, jamás, sale todo como en ese mundo ideal que esculpíamos con la imaginación... entonces el castillo de naipes emocionales se derrumba.


Y queremos sanar nuestras propias heridas, que se han visto reabiertas de la mano de la frustración que ese primer niño nos ha producido, de esa impotencia de no conseguir que las cosas fueran como deseábamos. Y nos vemos, de nuevo, convertidas en unas niñas pequeñas, temerosas, vulnerables y frágiles, que sólo desean esconderse debajo de una mesa. Y esas heridas, en lugar de que sanen mediante un profundo trabajo interior, enfrentándonos a nuestros hábiles fantasmas que tanto nos rehuyen, pretendemos que cierren, como por arte de magia, al tener otro bebé con el que, esta vez ¡sí!, será todo perfecto.

¿En dónde queda el hijo mayor, artífice de los errores de padres primerizos? ¿En dónde queda el segundo, con tantas expectativas sanadoras puestas en él?

Creo que, cuando esto sucede, deberíamos parar un momento. Y buscarnos. Buscar a esa niña asustada que aún tenemos por ahí, reconciliarnos con ella y ver qué demanda, antes de construir más y más ilusiones para subsanar errores pasados. Y, sobre todo, no anticipar. Es terriblemente difícil, pero al igual que nuestro primer hijo no vendrá a tapar nuestra propia historia, el cómo fue nuestra niñez, el segundo no puede venir a tapar los errores del primero. Cada persona tiene su propio camino. Y no podemos forzar que se tapen los unos a los otros porque, tarde o temprano, si tapamos una capa con otra capa, acabarán estallando voluptuosamente en el momento menos oportuno.