miércoles, 22 de mayo de 2013

Los nuncas y los porqués

En nuestra sociedad no nos educan para la muerte. La muerte es algo que no existe, que se aparta, un inmenso tabú del que nadie quiere hablar. Y no sólo es la muerte lo que nos asusta, sino el dolor inherente a la muerte de un ser querido. Si lloras por haber perdido a alguien a quien querías, encontrarás miradas incómodas de personas que no saben muy bien qué decir o dónde meterse. Y si el tiempo pasa, esas miradas serán cada vez más incómodas y desubicadas, porque una cosa es un duelo y otra un duelo prolongado más allá de lo socialmente aceptable.

Cuando, además, esas muertes son de personas jóvenes, la cosa es aún más complicada. Porque que un abuelo fallezca es esperable, los apartamos en residencias y ea, problema resuelto, ahí quietecitos hasta que les llegue el momento, luego vamos al entierro y a descuartizar la herencia. Pero si quien muere tenía toda la vida por delante... ¿cómo reaccionan los demás, cómo reaccionamos nosotros mismos?

Recuerdo cuando, hace poco más de tres años, fui a una revisión rutinaria de mi embarazo y la ginecóloga me dijo que el corazón de mi bebé había dejado de latir. Fue el 10 de mayo de 2010, jamás lo podré olvidar. En ese momento el mundo entero se paró, y al mismo tiempo la habitación dio vueltas a mi alrededor, por contradictorio que parezca. Nunca le tendría entre mis brazos. Nunca le vería. Nunca, nunca, nunca.

¿Y qué pasó? Que me convertí en alguien molesto. Había personas que se sentían claramente incómodas en mi presencia, y que evitaban el tema a toda costa, porque si me preguntaban se sentirían aún más incómodas, así que qué mejor que fingir que no ha pasado nada, qué mejor que fingir que la muerte no existe, que vivimos en el mundo de las piruletas, que si algo no se dice no sucede y punto. Otras optaron por no llamarme más. Una supuesta amiga estaba embarazada y decidió que mi tristeza no iba a empañar su alegría, así que lo que hizo fue no volver a dirigirme la palabra, no sea que mi dolor se le contagiara y le empañara su "buenrollismo".

En situaciones así de duras es cuando conoces a los demás, pero sobre todo cuando te conoces a ti misma.


Estos últimos días estoy pensando mucho en la muerte, por diversos motivos. En cómo nos (mal)enfrentamos a ella. En cómo la escondemos debajo de la alfombra. En cómo nos intentamos alejar de ella de todas las maneras posibles, con películas y libros y ocio y entretenimientos varios, destinados a acallar los pensamientos más trascendentales, los porqués. En cómo los acontecimientos naturales no tienen cabida en este mundo de plástico, donde los nacimientos son medicalizados y las muertes escondidas. Y me he dado cuenta de que, realmente, no tengo armas para luchar contra el temor a la muerte. Porque en realidad no se trata de temor a la muerte, sino de temor al temor a la muerte. Y no sé cómo escapar de eso.

No sé enfrentarme a los nuncas y a los porqués.

viernes, 10 de mayo de 2013

Darle la vuelta a la tortilla

Todos arrastramos heridas, más o menos profundas. Todos hemos pasado por infancias más o menos felices, y es inevitable que en algún punto los padres fallen. El problema es cuando los padres fallan en muchos puntos. En demasiados puntos. Cuando hay maltrato, sutil o descarado. Cuando hay apego inseguro (ahora te digo te quiero, ahora te trato como a una basura). Cuando los padres están ausentes, hagas lo que hagas para impresionarles. Cuando ves que tu padre colma de besos al perro, pero a ti no es capaz ni de dirigirte una mirada afectuosa. Cuando ves que a tu madre le importa un pimiento lo que te sucede, pero no deja de cotillear en tus cosas para ver de qué puede enterarse.

Entonces, cuando te independizas, muchas veces buscas con desesperación ese amor que jamás tuviste. En tu pareja, en las adicciones, en vete tú a saber qué. Buscas y buscas y no acabas de encontrarlo... porque ese momento ha pasado. Tu infancia jamás volverá. Y en ti ha quedado una espina clavada, que aprieta y hiere y a veces no te deja ni respirar. Es muy difícil sanar una herida si ésta es abierta una y otra vez.

Y luego, un día, tú misma te conviertes en madre. Tú mismo te conviertes en padre. Y es ése un momento mágico, crucial, quizás el más importante. Porque en ese instante tienes dos opciones, y no hay más. O sigues con la cadena familiar de maltrato, o apego inseguro, o lo que sea... o tomas la decisión más valiente del mundo. Le das la vuelta a la tortilla. Terminas con esa maldición familiar, decidiendo podar las ramas podridas, y sembrar nuevas semillas de amor, cariño, respeto y seguridad.


Estos días he leído en las redes sociales una frase de Jodorowsky que se me ha quedado clavada. Dice "el amor que no te dieron en la infancia nadie te lo dará, cesa de pedirlo y ofrécelo". Y creo que de eso se trata exactamente. Tener un hijo para obtener de él el amor que tendrían que haberte dado tus padres es un error tremendo. Porque el amor es desinteresado, y no espera nada a cambio. Y yo no tengo un hijo para que él me ame, sino para amarlo yo.

Si conseguimos romper esa cadena que nos ata a una infancia triste, y convertir el amor ansiado en amor que nosotros ofrecemos a los demás, si conseguimos amar a nuestros hijos como nosotros quisimos ser amados... entonces habrá merecido la pena. Porque sólo entonces, por fin, seremos libres.