viernes, 30 de enero de 2015

El simbólico puntapié y las cuotas de género

Cuando empezó el feminismo como movimiento consolidado, allá por la Ilustración, las mujeres protestaron porque sus reivindicaciones no eran incluidas en los nuevos sistemas, aunque bien que cuando hicieron falta se las dejó pertenecer a esa masa crítica. Así, en la Revolución Francesa, ellas también salieron a las calles, ellas también formaron parte, ellas también estuvieron ahí. Pero cuando la revolución terminó, se las mandó de vuelta a casa con un simbólico puntapié. Lo mismo sucedió en el movimiento americano de abolición de la esclavitud. En las guerras mundiales. En tantísimos conflictos donde se aprovecharon de las mujeres para "hacer bulto" (¡claro, así eran el doble!), pero una vez conseguida la meta, el bulto tenía que volver a sus cocinas.

En la actualidad, nuevos movimientos sociales están emergiendo, poco a poco, y recuerdan un poco, de lejos, a esos movimientos antiguos de ciudadanos movidos por el hartazgo y los abusos constantes. ¿Dónde quedan los feminismos en medio de todo esto? Porque nuevamente, a las mujeres se las acoge para las protestas. Pero luego llega la hora de la verdad y ni se escuchan las reivindicaciones de género ni se establecen cuotas de paridad. Syriza no ha puesto a mujeres ministras. Y la gente se lleva las manos a la cabeza, o sonríe socarronamente, cuando explicas que es un grave error que esto sea así. "Hay cosas más importantes ahora que hacer, lo del feminismo puede esperar", dicen. Como si los feminismos fueran algo secundario, un capricho tonto de un montón de niñas aburridas que no tienen nada mejor que hacer. Qué zarpas tan largas, qué paternalismo tan insultante, tiene el patriarcado, porque estamos todos imbuidos en él sin darnos ni cuenta, nuestros argumentos están siempre pasados por ese filtro, que tenemos tan interiorizado que ya ni somos conscientes.



¿Reivindicaciones secundarias? Las mujeres somos las víctimas principales de la crisis. Mayor precariedad laboral, mayores tasas de paro, salarios mucho más bajos. Dobles jornadas, porque seguimos siendo las principales cuidadoras de niños y mayores, y las que más tareas del hogar realizamos, aunque trabajemos las mismas horas o más que los varones. ¿De verdad es secundario lo que opine la mitad de la población? ¿Y por qué es secundario, porque somos la alteridad, porque lo primario ya lo deciden "ellos"? ¿Porque su opinión vale más? Otra vez la misma trampa. El mismo bache en el camino, con el que tropezamos ad infinitum.

Las cuotas de paridad son necesarias, hoy por hoy. Es un parche, una imposición, es cierto, pero mientras no exista un compromiso feminista de facto, las cuotas deberían darse siempre. Y digo siempre porque actualmente éstas dependen únicamente de la "buena voluntad" de los partidos políticos: ni son obligatorias ni son necesarias, sólo las aplican los partidos políticos que así lo desean. Y entonces pasa lo de siempre: que los varones lo tienen más fácil desde el primer momento, porque su meta está más cerca, porque sus obstáculos serán menores, porque únicamente por ostentar un género determinado tendrán muchas más posibilidades de dedicarse a la vida pública. Es así, no hay más. Sólo hay que echar un vistazo por cualquier periódico. Los feminismos aún necesitan de tanta pedagogía (empezando por que la mayoría de la gente ni siquiera sabe lo que son) que resulta complejo emprender una acción así, que parece tan impositiva. Pero mientras no exista una alta representatividad femenina en los gobiernos, nuestras reivindicaciones continuarán en el aire, como un mero "capricho tonto".


Y nos seguirán dando el simbólico puntapié una vez ganadas las batallas, porque ya hemos hecho el bulto, porque ya se ha terminado... porque ya no hacemos falta, en un mundo de hombres y para hombres.

jueves, 8 de enero de 2015

Violencia obstétrica

Hoy sólo quisiera pedirte un favor. Dentro de unos meses tengo que defender mi TFM, que va sobre violencia obstétrica. Para ello, he elaborado una pequeña encuesta que me ayudará enormemente, ya que las experiencias individuales son la salsa de cualquier estudio, o así debería ser.

Te agradezco si la rellenas, o si la difundes, o ambas cosas. Estará disponible durante unos meses, pero cuantas más respuestas consiga, más datos tendré para analizar, lógicamente.

¡Muchas gracias!

Éste es el enlace: https://docs.google.com/forms/d/1szKQSSQYp2wCjFeTZ1G5f5O21UzVN0mWjohURD0zYi8/viewform?usp=send_form

domingo, 4 de enero de 2015

Reflexiones sobre "The Yellow Wallpaper", de Charlotte Perkins Gilman

There are things in that paper that
nobody knows but me, or ever will.

Esta pequeña historia está basada en la depresión postparto que sufrió la autora tras dar a luz a su única hija y en el método habitual con el que se curaba la histeria femenina por aquel entonces: la postración terapéutica, es decir, la inactividad física y, sobre todo, la intelectual. En la época victoriana, los diagnósticos de “histeria” eran absurdamente comunes: un médico de 1859 dijo que una de cuatro mujeres la padecía; cualquier dolencia leve era susceptible de ser un síntoma de histeria, enfermedad propiciada, según se decía, por la tensión de la vida moderna. En realidad, evidentemente, se trató de un modo más de controlar a la población femenina.

El doctor Silas W. Mitchell, médico de Perkins, fue quien le recetó una de sus famosas “curas de reposo”, por las que no podría llevar a cabo ningún tipo de actividad creativa ni intelectual. Paralelamente, la protagonista de esta historia, tras sufrir un supuesto desorden nervioso, es enviada junto a su familia a una mansión colonial en el campo, para que repose y se reponga, mediante la total inactividad, por lo que tiene que escribir a escondidas de su marido: «John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado (...) y tengo absolutamente prohibido “trabajar” hasta que me recupere».

El personaje del marido es el paradigma de lo masculino en la época: racional, cabeza de familia, paternalista, trata a su mujer como a una niña, se ríe de ella, la regaña y le ordena qué tiene que hacer. En palabras de Mary Wollestonecraft, las mujeres se mantienen «en un estado de infancia», convertidas «en simples muñecas»: cuando la voz femenina es silenciada, oprimida, ignorada, sólo queda una niña asustada y dividida entre el miedo («estoy tomándole miedo a John») y el deseo de resistencia a esos ideales masculinos («personalmente, no comparto sus ideas»). Así, leemos: «John se ríe de mí, por supuesto, pero qué, si no, podría esperarse del matrimonio», «apenas me deja moverme sin su consentimiento», «me tiene programadas todas las horas del día», «¡se ríe tanto de mí!», «me llamó bendito gansito», «me hace tomar aceite de hígado de bacalao». Además, se dirige a su mujer como si hablara con una niña: «muchachita», «bendito sea su corazoncito», haremos un agradable viajecito», «soy doctor, querida». Según Wollestonecraft, «los hombres que se precian de conceder ese respeto arbitrario e insolente al sexo con la exactitud más escrupulosa son los más inclinados a tiranizarlo y a despreciar la misma debilidad que animan».

Los otros personajes femeninos que aparecen se caracterizan por saber “pasar por el aro”, personificando correctamente el ideal deseado de feminidad. La hermana de John, por ejemplo, es servil, es lo que se espera de una mujer: «es un ama de llaves perfecta y entusiasta, y no aspira a otra profesión». También, Mary, la chica que cuida del bebé, se dedica a él en cuerpo y alma. Y es que la protagonista no puede estar con su hijo: «¡me pone tan nerviosa!». En palabras de Mary Wollestonecraft, «la esposa obediente se vuelve una madre débil e indolente»; «[si los hombres rompieran las cadenas,] los niños no se irían a cobijar a un pecho extraño, al no haber encontrado nunca un hogar en el de su madre». La narradora envidia esa capacidad de “encajar” de las mujeres que “cumplen” con lo esperado, por ello se siente también escindida: ella no puede, no sabe, ser así.


En este contexto, el declive de la protagonista es total, aunque paulatino. Poco a poco, la obsesión por el papel pintado de la pared empieza a aumentar, hasta llegar a convertirse en el centro mismo de su existencia. La mujer que ve dentro del papel es, finalmente, ella misma, atrapada en una vida que es una jaula de oro. De ese modo, se va identificando cada vez más con la extraña mujer que vive en la pared, hasta el punto de que, al final, se funden en un único ser y la pared se vuelve espejo: «supongo que tendré que volver a meterme detrás del dibujo cuando se haga de noche», «por fin he conseguido salir, a pesar de ti y de Jane». La mujer que vive en el papel está «todo el tiempo intentando salir de las barras»: esta proyección de su propia existencia miserable de encierro y privación la convierten a la vez en la mujer que vive cautiva dentro del papel y la liberadora de ésta: «yo tiraba y ella lo sacudía, yo sacudía y ella tiraba». El papel es el símbolo de la familia, del matrimonio, de la medicina, y de la auténtica prisión que todo esto representa.

La protagonista se rebela del único modo que puede: si quieren en ella histeria, histeria tendrán. Vemos cómo va degenerando de una pasividad aceptada, aunque sea a regañadientes («pero... ¿qué puede hacer una?», «yo debo cuidarme y tener buena salud por su bien»), a una degradación emocional total, a un estado de locura, de estar “fuera de sí”. Cuando no se permite hacer uso del intelecto, de la creatividad, ésta acaba explotando igualmente, del modo en que puede. El ambiente claustrofóbico de la historia consigue su cometido de acompañar a la protagonista en esa prisión aplastante, logrando que cada vez sintamos un nudo en la garganta más y más fuerte y poderoso. El color amarillo, además, no es casual, porque es el color de las fotografías deslavadas, el color de la decadencia, que impregna los ropajes y toda la casa. El final de la historia es perfecto, porque se queda abierto: John entra en la habitación y se desmaya, y podemos entrever o un suicidio, o que textualmente ella «gatea por encima de él una y otra vez»: el simbolismo es claro. Los papeles se invierten, y él, ahora vulnerable, se encuentra en el suelo, inconsciente, víctima por fin de la pasividad absoluta que él quiso para su mujer, mientras que ella, imparable, liberada por fin de la prisión, pasa sobre él repetidas veces. Sea como sea, muerta o loca, ha escapado.


Podemos, por lo tanto, ver en este exquisito cuento una fina crítica a la tiranía de la sumisión impuesta por el matrimonio a las mujeres, y el largo y tortuoso camino hacia la independencia, logrado mediante una absoluta catarsis y una explosión de locura y degeneración. Perkins explicó en un artículo sobre por qué escribió esta historia que su intención «no era que la gente se volviera loca, sino impedir que a esas mismas personas las volvieran locas, y funcionó».