lunes, 6 de julio de 2015

Adiós, Sarah

Ayer murió mi hermana. Ahora podría empezar a idealizarla, hablando de lo maravillosa que era y de cuánto la quería. Es lo fácil, es lo que se hace. Pero mi hermana y yo apenas teníamos nada en común, éramos como agua y aceite. Ideas y creencias opuestas. Caracteres antagónicos. Opiniones, modos de vivir enfrentados, en pocas cosas coincidíamos, aparte del amor por los animales y por la música clásica.

La mayoría de las veces, hablar con ella resultaba agotador, porque tenía que ir con un tacto exquisito, se ofendía con facilidad, su carácter era bastante extraño, y cualquier cosa le molestaba, así que no podía decir nada sin pensármelo antes, lo que me resultaba muy cansado, lo que me obligaba a ponerme siempre mil máscaras y no me permitía ser nunca yo misma. Lo consideraba normal: su enfermedad la había amargado, y bastante poco en realidad, porque siempre se mantenía optimista. Otras personas se habrían hundido ante un cáncer como el suyo, pero ella la mayoría de las veces permanecía ahí, positiva, luchadora. Claro que su carácter se resentía. Y el de cualquiera lo habría hecho también. Pero tratarla era complicado.

No nos veíamos mucho, teníamos encuentros y desencuentros y reencuentros. Pero sabía que estaba ahí, luchando. Que estaba muy bien rodeada de muchos amigos que la querían. Que poco a poco parecía que mejoraba, hasta pensábamos que iba a superarlo. Terminó el último ciclo de quimio en octubre. Su médula empezó a funcionar de nuevo. ¿Era éste el milagro que esperábamos?

No. Fue sólo una tregua de unos meses.

Ayer murió mi hermana cuando ya nadie esperaba este final tan amargo y repentino. Cuando ella misma creía que iba a poder rehacer su vida, que iba a poder volver a trabajar. Que con sus escasos 35 años iba a poder vivir, por fin. Mi hermana, moralista, estricta, que me daba lecciones éticas que jamás le había pedido, que creía firmemente en un dios que nunca hizo nada por ella. Que me sacaba de quicio.

Pero era mi hermana.

Y hoy no puedo, no quiero, recordar nuestras discusiones o desavenencias, nuestras diferencias o nuestras crispaciones mutuas.

Ahora sólo puedo, sólo quiero, recordar cómo la llevaba de la mano cuando éramos pequeñas.
Cómo nos partíamos de la risa de noche cuando se suponía que teníamos que estar dormidas.
Cómo nos íbamos a la piscina en verano, y nos tirábamos horas nadando sin querer salir.
Cómo la defendía de los niños que se metían con ella.
Cómo la noche de antes de que empezara el curso nos la pasábamos hablando, nerviosas y contentas, sin pegar ojo.
Cómo nos escondíamos sobre la litera de arriba, llamábamos a mi padre y cuando entraba en la habitación, le tirábamos una manta desde ahí, como la trampa de un bosque.
Cómo nos íbamos de campamento en verano.
Y después, cómo trataba a mis hijas, cómo jugaba maravillosamente con ellas, les pintaba las uñas, les contaba cosas, cómo ellas la querían y cuánto se reían juntas.

¿Cómo puede ser?

Ayer murió mi hermana y con ella se va una parte de mí. Una parte que estaba enterrada bajo años de supuesta madurez. Una parte que jugaba a las canicas, que hacía casas de muñecas cutres pegadas con celo. Una parte que reía por la noche sin importarle el cansancio del día siguiente.

Ayer murió mi hermana. Ayer murió mi infancia.