miércoles, 3 de febrero de 2016

Cuando prohibir lecturas es más fácil que dialogar

En estos días ha habido una polémica en la clase de mi hija mayor porque a ella, ávida lectora, le han prohibido el acceso a determinados libros en la biblioteca del colegio, al contar sólo con siete años. Estos libros constituyen una serie llamada "El diario de Greg", ya bestsellers, y que además, al tratarse de obras divertidas, están enganchando a muchos niños que hasta entonces no se habían acercado demasiado a la lectura. Y la polémica viene en que "supuestamente" no transmite valores demasiado positivos, porque hay un niño al que le dan collejas y cosas por el estilo.

Todo esto me resulta curioso porque, por otro lado, se les está animando a leer en clase una versión adaptada de El Quijote, cosa que me parece estupenda, pero... ¿acaso el Caballero de la Triste Figura no era poco más que un esquizoide megalomaníaco con complejo mesiánico? Porque que yo sepa, Quijote y Sancho se pasan todo el libro recibiendo paliza tras paliza. Pero claro, si es una obra magna de la literatura, entonces la violencia no importa. Ahí ya está permitida. Y pasa lo de siempre: que lo canónico está bien visto, está establecido, está aceptado. Porque eso no puede ni plantearse que sea algo incorrecto.

Cuando mi hija me contó, indignada, cómo le habían prohibido el acceso a esos libros, la solución fue bien sencilla: comprárselos yo. Recuerdo haber escuchado hace tiempo, creo que a José Luis Sampedro cuando vivía, cómo explicó que cuando a él le prohibían leer algo, su padre -médico, intelectual, inquieto- se lo conseguía por otra vía, porque las ansias de leer no deben de ser nunca cohibidas. Y así, yo puedo aconsejar a mis hijas sobre tal o cual lectura (porque hablando de El Quijote, mi hija quiso leerlo, yo le aconsejé que buscara una versión adaptada, porque la original le iba a resultar extremadamente complicada: aconsejo, nunca prohíbo), pero no puedo poner barreras a sus ansias de conocimiento.

Mis hijas no me pertenecen.



Claro que hay libros que transmiten valores pésimos (los cuentos tradicionales, que sí están perfectamente permitidos en las escuelas, ofrecen una imagen nefasta de las mujeres, pero nuevamente, como son algo establecido y aceptado, nadie lo discute), al igual que sucede con ciertos programas de televisión, películas, videojuegos, ¡qué sé yo! Y creo que todo ello resulta maravilloso para fomentar el pensamiento crítico de los niños, entablar debates constructivos con ellos, y usar todo esto para extraer conclusiones, valores sociales y cívicos, ponerse en el lugar de los demás, hacer ejercicios de empatía, etc.

El problema, nuevamente, que hay en la base de todo esto, creo que es más sutil: dejar a los niños aparcados frente a la tele, frente a un libro, sin hablar con ellos de lo que están experimentando. Y claro, así, resulta mucho más cómodo para esos padres dejarles con algo que sepan de seguro "inofensivo" para que, si no entablan ningún debate sobre lo que ven o leen, su retoño esté protegido antes las inmensas maldades de la vida.



Pero las prohibiciones nunca sirven de mucho, y como no se les puede encerrar en una burbuja, lo prohibido siempre reluce con un mayor atractivo, si cabe. Ahora todos los niños de la clase de mi hija están leyendo esos libros. La prohibición ha conseguido exactamente lo contrario. Con la prohibición (¡oh, dioses!) un montón de niños sobreestimulados se está acercando a la lectura. Aunque sea con un bestseller. Aunque no sea la biografía de la madre Teresa.

Y a mí eso me parece maravilloso.

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