Cuando, además, esas muertes son de personas jóvenes, la cosa es aún más complicada. Porque que un abuelo fallezca es esperable, los apartamos en residencias y ea, problema resuelto, ahí quietecitos hasta que les llegue el momento, luego vamos al entierro y a descuartizar la herencia. Pero si quien muere tenía toda la vida por delante... ¿cómo reaccionan los demás, cómo reaccionamos nosotros mismos?
Recuerdo cuando, hace poco más de tres años, fui a una revisión rutinaria de mi embarazo y la ginecóloga me dijo que el corazón de mi bebé había dejado de latir. Fue el 10 de mayo de 2010, jamás lo podré olvidar. En ese momento el mundo entero se paró, y al mismo tiempo la habitación dio vueltas a mi alrededor, por contradictorio que parezca. Nunca le tendría entre mis brazos. Nunca le vería. Nunca, nunca, nunca.
¿Y qué pasó? Que me convertí en alguien molesto. Había personas que se sentían claramente incómodas en mi presencia, y que evitaban el tema a toda costa, porque si me preguntaban se sentirían aún más incómodas, así que qué mejor que fingir que no ha pasado nada, qué mejor que fingir que la muerte no existe, que vivimos en el mundo de las piruletas, que si algo no se dice no sucede y punto. Otras optaron por no llamarme más. Una supuesta amiga estaba embarazada y decidió que mi tristeza no iba a empañar su alegría, así que lo que hizo fue no volver a dirigirme la palabra, no sea que mi dolor se le contagiara y le empañara su "buenrollismo".
En situaciones así de duras es cuando conoces a los demás, pero sobre todo cuando te conoces a ti misma.
Estos últimos días estoy pensando mucho en la muerte, por diversos motivos. En cómo nos (mal)enfrentamos a ella. En cómo la escondemos debajo de la alfombra. En cómo nos intentamos alejar de ella de todas las maneras posibles, con películas y libros y ocio y entretenimientos varios, destinados a acallar los pensamientos más trascendentales, los porqués. En cómo los acontecimientos naturales no tienen cabida en este mundo de plástico, donde los nacimientos son medicalizados y las muertes escondidas. Y me he dado cuenta de que, realmente, no tengo armas para luchar contra el temor a la muerte. Porque en realidad no se trata de temor a la muerte, sino de temor al temor a la muerte. Y no sé cómo escapar de eso.
No sé enfrentarme a los nuncas y a los porqués.