domingo, 4 de enero de 2015

Reflexiones sobre "The Yellow Wallpaper", de Charlotte Perkins Gilman

There are things in that paper that
nobody knows but me, or ever will.

Esta pequeña historia está basada en la depresión postparto que sufrió la autora tras dar a luz a su única hija y en el método habitual con el que se curaba la histeria femenina por aquel entonces: la postración terapéutica, es decir, la inactividad física y, sobre todo, la intelectual. En la época victoriana, los diagnósticos de “histeria” eran absurdamente comunes: un médico de 1859 dijo que una de cuatro mujeres la padecía; cualquier dolencia leve era susceptible de ser un síntoma de histeria, enfermedad propiciada, según se decía, por la tensión de la vida moderna. En realidad, evidentemente, se trató de un modo más de controlar a la población femenina.

El doctor Silas W. Mitchell, médico de Perkins, fue quien le recetó una de sus famosas “curas de reposo”, por las que no podría llevar a cabo ningún tipo de actividad creativa ni intelectual. Paralelamente, la protagonista de esta historia, tras sufrir un supuesto desorden nervioso, es enviada junto a su familia a una mansión colonial en el campo, para que repose y se reponga, mediante la total inactividad, por lo que tiene que escribir a escondidas de su marido: «John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado (...) y tengo absolutamente prohibido “trabajar” hasta que me recupere».

El personaje del marido es el paradigma de lo masculino en la época: racional, cabeza de familia, paternalista, trata a su mujer como a una niña, se ríe de ella, la regaña y le ordena qué tiene que hacer. En palabras de Mary Wollestonecraft, las mujeres se mantienen «en un estado de infancia», convertidas «en simples muñecas»: cuando la voz femenina es silenciada, oprimida, ignorada, sólo queda una niña asustada y dividida entre el miedo («estoy tomándole miedo a John») y el deseo de resistencia a esos ideales masculinos («personalmente, no comparto sus ideas»). Así, leemos: «John se ríe de mí, por supuesto, pero qué, si no, podría esperarse del matrimonio», «apenas me deja moverme sin su consentimiento», «me tiene programadas todas las horas del día», «¡se ríe tanto de mí!», «me llamó bendito gansito», «me hace tomar aceite de hígado de bacalao». Además, se dirige a su mujer como si hablara con una niña: «muchachita», «bendito sea su corazoncito», haremos un agradable viajecito», «soy doctor, querida». Según Wollestonecraft, «los hombres que se precian de conceder ese respeto arbitrario e insolente al sexo con la exactitud más escrupulosa son los más inclinados a tiranizarlo y a despreciar la misma debilidad que animan».

Los otros personajes femeninos que aparecen se caracterizan por saber “pasar por el aro”, personificando correctamente el ideal deseado de feminidad. La hermana de John, por ejemplo, es servil, es lo que se espera de una mujer: «es un ama de llaves perfecta y entusiasta, y no aspira a otra profesión». También, Mary, la chica que cuida del bebé, se dedica a él en cuerpo y alma. Y es que la protagonista no puede estar con su hijo: «¡me pone tan nerviosa!». En palabras de Mary Wollestonecraft, «la esposa obediente se vuelve una madre débil e indolente»; «[si los hombres rompieran las cadenas,] los niños no se irían a cobijar a un pecho extraño, al no haber encontrado nunca un hogar en el de su madre». La narradora envidia esa capacidad de “encajar” de las mujeres que “cumplen” con lo esperado, por ello se siente también escindida: ella no puede, no sabe, ser así.


En este contexto, el declive de la protagonista es total, aunque paulatino. Poco a poco, la obsesión por el papel pintado de la pared empieza a aumentar, hasta llegar a convertirse en el centro mismo de su existencia. La mujer que ve dentro del papel es, finalmente, ella misma, atrapada en una vida que es una jaula de oro. De ese modo, se va identificando cada vez más con la extraña mujer que vive en la pared, hasta el punto de que, al final, se funden en un único ser y la pared se vuelve espejo: «supongo que tendré que volver a meterme detrás del dibujo cuando se haga de noche», «por fin he conseguido salir, a pesar de ti y de Jane». La mujer que vive en el papel está «todo el tiempo intentando salir de las barras»: esta proyección de su propia existencia miserable de encierro y privación la convierten a la vez en la mujer que vive cautiva dentro del papel y la liberadora de ésta: «yo tiraba y ella lo sacudía, yo sacudía y ella tiraba». El papel es el símbolo de la familia, del matrimonio, de la medicina, y de la auténtica prisión que todo esto representa.

La protagonista se rebela del único modo que puede: si quieren en ella histeria, histeria tendrán. Vemos cómo va degenerando de una pasividad aceptada, aunque sea a regañadientes («pero... ¿qué puede hacer una?», «yo debo cuidarme y tener buena salud por su bien»), a una degradación emocional total, a un estado de locura, de estar “fuera de sí”. Cuando no se permite hacer uso del intelecto, de la creatividad, ésta acaba explotando igualmente, del modo en que puede. El ambiente claustrofóbico de la historia consigue su cometido de acompañar a la protagonista en esa prisión aplastante, logrando que cada vez sintamos un nudo en la garganta más y más fuerte y poderoso. El color amarillo, además, no es casual, porque es el color de las fotografías deslavadas, el color de la decadencia, que impregna los ropajes y toda la casa. El final de la historia es perfecto, porque se queda abierto: John entra en la habitación y se desmaya, y podemos entrever o un suicidio, o que textualmente ella «gatea por encima de él una y otra vez»: el simbolismo es claro. Los papeles se invierten, y él, ahora vulnerable, se encuentra en el suelo, inconsciente, víctima por fin de la pasividad absoluta que él quiso para su mujer, mientras que ella, imparable, liberada por fin de la prisión, pasa sobre él repetidas veces. Sea como sea, muerta o loca, ha escapado.


Podemos, por lo tanto, ver en este exquisito cuento una fina crítica a la tiranía de la sumisión impuesta por el matrimonio a las mujeres, y el largo y tortuoso camino hacia la independencia, logrado mediante una absoluta catarsis y una explosión de locura y degeneración. Perkins explicó en un artículo sobre por qué escribió esta historia que su intención «no era que la gente se volviera loca, sino impedir que a esas mismas personas las volvieran locas, y funcionó».

1 comentario:

  1. Terminé de leer el libro reciéntemente. Maravilloso.
    Un saludo, Patricia.

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